jueves, 27 de noviembre de 2008

La chica de rojo


La chica de rojo se levanta como cada mañana. Parece una chica normal, pero no lo es. Ama la soledad, ama su vida sin perturbaciones, se despierta soñando y se duerme para soñar. No es una chica como las demás.
Abrazada a una carpeta verde y con la mirada perdida, como quien sigue el vuelo de una leve ilusión, entra en clase, despacio para no tropezar. Busca un sitio para sentarse mientras se pierde en ensoñaciones. Le encanta estudiar, pero es demasiado despistada para concentrarse bien. La clase va llenándose poco a poco; sus compañeros charlan en grupos animadamente, hablan sobre la fiesta del próximo viernes. Demasiado mundano.
Casi sin enterarse entra el profesor y empieza a dar la clase. El murmullo se va apagando y la chica de rojo se alegra del momentaneo silencio que se ha producido. Casi puede escuchar la llamada de la montaña lejos de donde ella se encuentra. El roce de la gaviota contra una ola demasiado alta. La gaviota vuela bajo, no tiene necesidad de alzar el vuelo como otras de su especie. La chica de rojo imagina ser una gaviota, imagina rozar el agua del mar mientras le acaricia el viento que hoy sopla fuerte. Absorta en su pensamiento, no se da cuenta de que alguien se sienta a su lado. Destellos azules iluminan su aura. Como si se tratara de alguien a quien nunca había visto, le mira de reojo con curiosidad. El chico de azul también tiene la mirada perdida, ¿qué pensará?, voltea el bolígrafo sobre sus dedos con asombrosa habilidad. Parece hacerlo sin darse cuenta, parece hacerlo solamente su mano, sus dedos tienen vida propia y su mente parece perderse en universos desconocidos.
La clase se termina y la chica de rojo intenta salir de clase pero tropieza con el chico de azul. Sus miradas se encuentran. Un segundo, otro. Pausa en el tiempo. Estrella fugaz .

miércoles, 29 de octubre de 2008

Publicado en "El Desembarco"


Mi mente corría a una velocidad superior a mis piernas, lástima ser una simple humana y no poder llegar a los sitios con mayor rapidez. Tantas imágenes me nublaban la mente, estaba mareada y difícilmente podía distinguir lo que tenía frente a mí. Mis pulmones pedían a gritos más aire pero mi respiración era entrecortada, jadeante. Y aún así corría con todas mis fuerzas. Las lágrimas se me secaban nada más nacer en mis ojos. Y la lluvia caía sin cesar, queriéndome aplastar contra el suelo. Todo mi cuerpo se estremecía de pánico, mis rodillas se tambaleaban amenazándome con dejar de funcionar y mis fuerzas me estaban abandonando. Pero tenía que llegar a tiempo, la sola idea de perderlo me hacía sentirme muerta, y este miedo a no vivir me incitaba a seguir moviéndome, a seguir adelante aunque mi cuerpo casi se negara a escuchar a mi mente, a mi corazón. No puede irse, todavía no. Ya casi había llegado, tan solo unos pasos más y estaría frente a la estación. Y entonces lo ví una borrosa imagen de aquél a quién amaba hasta llegar a la locura, tomaba el último tren de la noche con destino a Nunca Jamás. Nada más subirse al vagón, el tren comenzó a andar, y yo no llegaba. Corrí a la par que el vagón y su cara resplandeció a través del cristal. Él me vio y eso me bastó para gritarle con todas mis fuerzas: ¡Te quiero Peter Pan!. Ya no podía seguirle, el tren corría más que yo, llevándose mi corazón en un vagón. ¿Se puede vivir sin corazón? Temblorosa como estaba, caí de rodillas en el frío suelo del andén, suplicando a las estrellas que me permitieran verlo una vez más. Y lloraba, sollozaba, gritaba, gemía allí, sola como estaba, en medio de la nada porque nada quedaba ya de mí. Sabía que no me amaba, ¡maldita sea, claro que lo sabía! Él amaba a Wendy y yo... yo le amaba a él.

Un sueño trasladado a un mundo, a una época, a un lugar, y aún así, continuando siendo un sueño.

viernes, 3 de octubre de 2008

Plaza Gris


La vieja plaza de París dormía bajo la luz del crepúsculo, solitaria, triste y desesperanzada al saberse prisionera del tiempo, de la fugacidad de los días y de la monotonía a la que estaba sujeta. En un monumento, un reloj, corrompido por el paso de los años, sonaba estrepitosamente, como si quisiera despertar a la ciudad entera con su tic-tac. La pequeña fuente de madera, harta de los años y del peso que tenía que soportar, dejaba caer una gota cada minuto. Solo una pareja de enamorados añadían su existencia a la de la baldosa de la plaza, ajenos a todo sonido, ocultándose en la soledad para gozar de ella, mientras debajo de sus pies seguía en frenético movimiento del metro, que nunca duerme en la ciudad de los sueños.

El poeta perfecciona los versos de su rajada libreta, deslizando el lápiz con lentitud, lentitud que hubiera parecido eterna como la noche a la pareja situada un poco más allá. Al poeta no le importan los años de su libreta, sabe que jamás publicará un solo verso escrito en aquel lugar, sabe que nunca leerán sus pensamientos y por eso escribe, a la luz de la luna, para que nadie lo pueda leer.

El vendedor ambulante de la calle de enfrente cierra la venta por hoy y camina cansado y desgastado por la avenida central de las almas en pena; un día su infancia estaba repleta de sueños, de ilusiones de niño, viéndolo todo posible con aquellos ojos que miran lo que nadie más se atreve a mirar cuando se es mayor. Quizás no cene esa noche, no tiene hambre o puede que le falte su plato encima de la mesa. Y mientras, sonríe la luna, prendida en el techo del mundo, alumbrando solamente a aquellos lo suficientemente despiertos como para no cerrar los ojos, parece reírse de la ciudad, o quizá se compadezca de ella. Pobre luna, ver sin moverse.

El poeta se ha quedado sin hojas en su cuaderno y se pone a terminar su inspiración dibujando y escribiendo en la parte baja del monumento, para borrarlo después. Nunca lo vuelve a leer, sólo lo quiere terminar y entonces entorna sus ojos dirigiéndose hacia la luna, lanzándole el beso de buenas noches, sin esperar respuesta, pero feliz de que la noche se adueñe de todo cuando es visible, para poder soñar despierto como si el sueño se hubiese apoderado de él.